El bar
Es temprano y voy a la “Parrilla JC”, donde siempre hay un buen grupo de veteranos intrigantes. Pensaba que habría poca gente, pero en seguida me doy cuenta de lo contrario, hay cuatro hombres y una mujer. Los esquivo –el lugar es diminuto- y llego a la barra, donde el dueño me mira con cara de cómplice. “Caíste en los vicios, botija”, siento que me dice. Miro alrededor: la señora que acaba de llegar se está tomando su White Horse, y yo pido, vergonzosa, una Coca. Creo que los desilusioné.
La peluquería
Los minutos corren y llegan más mujeres: una joven dispuesta a soportar el ruido del secador durante media hora; una señora que espera para la sesión de depilación. Y una mamá que trae a su hija a cortarse el pelo. La nena no aparenta tener más de cinco años; es simpática, y su pelo negro y lacio le llega hasta la cintura. Pocos minutos después, la mitad de ese lindo cabello acaba en el piso.
A medida que la gorra blanca que tengo en la cabeza queda cubierta de tinta rubia, el olor se hace cada vez más fuerte e intenso. Las agujas del reloj pareciera que se mueven más lento de lo normal, y el olor es cada vez más molesto. Me arde la nariz, y se me hace difícil respirar. Todo sea por quedar más linda, pienso. No me imagino a ningún hombre soportando esta situación.
La carnicería
Al fondo, el cuadriculado de azulejos blancos apenas manchado por gotas rosadas y ya opacas. Un marco de madera clavado en la pared sostiene, a través de ganchos, tres cadáveres inmensos y pesados. Vacas enteras. Más adelante se despliega una barra de metal, larga y de marcada horizontalidad, que sirve de apoyo a las tablas de madera salpicadas de carne, a los cuchillos plateados y a las manos gordas, morcilludas de los empleados. Éstos visten un mameluco blanco y un delantal rojo encima. Se mueven con velocidad y precisión automática, al tiempo que reflejan un desdén natural en su rostro tosco. A sus uñas las bordean hilos rojos, involuntarios, producto del vínculo casi afectivo que llevan con los animales muertos.
El gimnasio
Mix de Paloma Picasso con olor a sobaco. Este es el primer obstáculo que enfrenta aquella persona que ocupa sus noches en una sala de musculación. Aunque esta crónica se basará en hechos y personajes observados en el Club Malvín (Legrand y Rivera), ciertos estereotipos y situaciones suelen estilarse en cualquier club deportivo. Así podría trasladarse al Club Banco República, Náutico, Bohemios o Biguá. Y por ahí nos quedamos. Volviendo a los olores traumáticos, vale aclarar que en la sala de musculación los sudores son de todo tipo y color. Están los más dulzones, con un aroma similar a burucuyá con cebolla. Y los otros: aquellos que huelen a cebolla y ajo a la vez, de esos que no se olvidan ni con lobotomía.
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